06-3-La nota

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LIBRO TERCERO

LA NOTA

I

El Excelentísimo Señor Ministro de España había pedido el coche para las seis y media.

El Barón de Benicarlés, perfumado, maquillado, decorado, vestido con afeminada elegancia, dejó sobre una consola el jipi, el junco y los guantes: Haciéndose lugar en el corsé con un movimiento de cintura, volvió sobre sus pasos, y entró en la recámara: Alzóse una pernera, con mimo de no arrugarla, y se aplicó una inyección de morfina. Estirando la zanca con leve cojera, volvió a la consola y se puso, frente al espejo, el sombrero y los guantes. Los ojos huevones, la boca fatigada, diseñaban en fluctuantes signos los toboganes del pensamiento. Al calzarse los guantes, veía los guantes amarillos de Don Celes. Y, de repente, otras imágenes salta-ron en su memoria, con abigarrada palpitación de sueltos toretes en un redondel. Entre ángulos y roturas gramaticales, algunas palabras se encadenaban con vigor epigráfico: — Desecho de tienta. Cría de Guisando. ¡Graníticos!— Sobre este trampolín, un salto mortal, y el pensamiento quedaba en una suspensión ingrávida, gaseado: —¡Don Celes! ¡Asno divertido! ¡Magnífico!— El pensamiento, diluyéndose en una vaga emoción jocosa, se trasmudaba en sucesivas intuiciones plásticas de un vigoroso grafismo mental, y una lógica absurda de sueño. Don Celes, con albarda muy gaitera, hacía monadas en la pista de un circo.

Era realmente el orondo gachupín. ¡Qué toninada! Castelar le había hecho creer que cuando gobernase lo llamaría para Ministro de Hacienda.

El Barón se apartó de la consola, cruzó el estrado y la galería, dio una orden a su ayuda de cámara, bajó la escalera. Le inundó el tu-multo luminoso del arroyo. El coche llegaba rozando el azoguejo. El cochero inflaba la cara teniendo los caballos. El lacayo estaba a la portezuela, inmovilizado en el saludo: Las imágenes tenían un valor aislado y extático, un relieve lívido y cruel, bajo el celaje de cirrus, dominado por media luna verde. El Ministro de España, apoyando el pie en el estribo, diseñaba su pensamiento con claras palabras mentales: —Si surge una fórmula, no puedo singularizarme, cubrir-me de ridículo por cuatro abarroteros.

¡Absurdo arrostrar el entredicho del Cuerpo Diplomático! ¡Absurdo!— Rodaba el coche. El Barón, maquinalmente, se llevó la mano al sombrero. Luego pensó: —Me han saludado.

¿Quién era?—. Con un esguince anguloso y oblicuo vio la calle tumultuosa de luces y músicas. Banderas españolas decoraban sobre pulperías y casas de empeño. Con otro esguince le acudió el recuerdo de una fiesta avinatada y cerril, en el Casino Español. Luego, por rápidos toboganes de sombra, descendía a un remanso de la conciencia, donde gustaba la sensación refinada y te-diosa de su aislamiento. En aquella sima, números de una gramática rota y llena de ángulos, volvían a inscribir los poliedros del pensamiento, volvían las cláusulas acrobáticas encadenadas por ocultos nexos: —Que me destinen al Centro de África. Donde no haya Colonia Española… ¡Vaya, Don Celes! ¡Grotesco personaje!… ¡Qué idea la de Castelar!… Estuve poco humano. Casi me pesa. Una broma pesada… Pero ése no venía sin los pagarés. Estuvo bien haberle parado en seco. ¡Un quiebro oportuno! Y la deuda debe de subir un pico… Es molesto. Es denigrante. Son irrisorios los sueldos de la Carrera. Irrisorios los viáticos.

II

El coche, bamboleando, entraba por la Rinconada de Madres. Corrían gallos. El espectáculo se proyectaba sobre un silencio tenso, cortado por ráfagas de popular algazara. El Barón alzó el monóculo para mirar a la plebe, y lo dejó caer. Con una proyección literaria, por un nexo de contrarios, recordó su vida en las Cortes Europeas. Le acarició un cefirillo de azahares. Rozaba el coche las tapias de un huerto de monjas. El cielo tenía una luz verde, como algunos ciclos del Veronés. La Luna, como en todas partes, un halo de versos italianos, ingleses y franceses. Y el carcamal diplomático, sobre la reminiscencia pesimista y sutil de su nostalgia, triangulaba difusos, confusos, plurales pensamientos. — Explicaciones! ¿Para qué?

Cabezas de berroqueña—. Por sucesivas derivaciones, en una teoría de imágenes y palabras cargadas de significación, como palabras cabalísticas, intuyó el ensueño de un viaje por países exóticos. Recaló en su colección de marfiles. El ídolo panzudo y risueño, que ríe con la panza desnuda, se parece a Don Celes. Otra vez los poliedros del pensamiento se inscriben en palabras: —Va a dolerme dejar el país. Me llevo muchos recuerdos. Amistades muy gentiles.

Me ha dado miel y acíbar. La vida, igual en todas partes… Los hombres valen más que las mujeres. Sucede como en Lisboa. Entre los jóvenes hay verdaderos Apolos… Es posible que me acompañe ya siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación del desnudo!— El coche rodaba. Portalitos de Jesús, Plaza de Armas, Monotombo, Rinconada de Madres, tenían una luminosa palpitación de talabartería, filigranas de plata, ruedas de facones, tableros de suertes, vidrios en sartales.

III

Frente a la Legación Inglesa había un guiñol de mitote y puñales. El coche llegaba rozando la acera. El cochero inflaba la cara reteniendo los caballos. El lacayo estaba en la portezuela, inmovilizado en un saludo. El Barón, al apearse, distinguió vagamente a una mujer con rebocillo: Abría la negra tenaza de los brazos, acaso le requería. Se borró la imagen. Acaso la vieja luchaba por llegar al coche. El Barón, deteniéndose un momento en el estribo, esparcía los ojos sobre la fiesta de la Rinconada. Entró en la Legación. Un momento creyó que le llamaban, indudablemente le llamaban. Pero no pudo volver la cabeza: Dos Ministros, dos oráculos del protocolo, le retenían con un saludo, levantándose al mismo tiempo los sombreros: Estaban en el primer peldaño de la escalera, bajo la araña destellante de luces, ante el espejo que proyectaba las figuras con una geometría oblicua y disparatada. El Barón de Benicarlés respondía quitándose a su vez el sombrero, distraído, alejado el pensamiento. La vieja, los brazos como tenazas bajo el rebocillo, iniciaba su imagen. Pasó también perdido bajo el recuerdo el eco de su propio nombre, la voz que acaso le llamaba.

Maquinalmente sonrió a las dos figuras, en su espera bajo la araña fulgurante. Cambiando cortesías y frases amables, subió la escalera entre los Ministros de Chile y del Brasil.

Murmuró engordando las erres con una fuga de nasales amables y protocolarias:

—Creo que nosotros estamos los primeros.

Se miró los pies con la vaga inquietud de llevar recogida una pierna del pantalón. Sentía la picadura de la morfina. Se le aflojaba una liga. ¡Catastrófico! ¡Y el Ministro del Brasil se había puesto los guantes amarillos de Don Celes!

IV

El Decano del Cuerpo Diplomático —Sir Jonnes H. Scott, Ministro de la Graciosa Majestad Británica— exprimía sus escrúpulos puritanos en un francés lacio, orquestado de haches aspiradas. Era pequeño y tripudo, con un vientre jovial y una gran calva de patriarca:

Tenía el rostro encendido de bermejo cándido, y una punta de maliciosa suspicacia en el azul de los ojos, aún matinales de juegos e infancias:

—Inglaterra ha manifestado en diferentes actuaciones el disgusto con que mira el incumplimiento de las más elementales Leyes de Guerra. Inglaterra no puede asistir indiferente al fusilamiento de prisioneros, hecho con violación de codas las normas y conciertos entre pueblos civilizados.

La Diplomacia Latino-Americana concertaba un aprobatorio murmullo, amueblando el silencio cada vez que humedecía los labios en el refresco de brandy-soda el Honorable Sir Jonnes H. Scott. El Ministro de España, distraído en un flirt sentimental, paraba los ojos sobre el Ministro del Ecuador, Doctor Aníbal Roncali —un criollo muy cargados de electricidad, rizos prietos, ojos ardientes, figura gentil, con cierta emoción fina y endrina de sombra chinesca—. El Ministro de Alemania, Von Estrug, cambiaba en voz baja alguna interminable palabra tudesca con el Conde Chrispi, Ministro de Austria. El representante de Francia engallaba la cabeza, con falsa atención, media cara en el reflejo del monóculo. Se enjugaba los labios y proseguía el Honorable Sir Jonnes:

—Un sentimiento cristiano de solidaridad humana nos ofrece a todos el mismo cáliz para comulgar en una acción conjunta y recabar el cumplimiento de la legislación internacional al respecto de las vidas y canje de prisioneros. El Gobierno de la República, sin duda, no desoirá las indicaciones del Cuerpo Diplomático. El Representante de Inglaterra tiene trazada su norma de conducta, pero tiene al mismo tiempo un particular interés en oír la opinión del Cuerpo Diplomático. Señores Ministros, éste es el objeto de la reunión. Les presento mis mejores excusas, pero he creído un deber convocarles, como decano.

La Diplomacia Latino-Americana prolongaba su blando rumor de eses laudatorias, felicitando al Representante de Su Graciosa Majestad Británica. El Ministro del Brasil, figura redonda, azabachada, expresión asiática de mandarín o de bonzo, tomó la palabra, acordando sus sentimientos a los del Honorable Sir Jonnes H. Scott. Accionaba levantando los guantes en ovillejo. El Barón de Benicarlés sentía una profunda contrariedad: El revuelo de los guantes amarillos le estorbaba el flirteo. Dejó su asiento, y con una sonrisa mundana, se acercó al Ministro Ecuatoriano:

—El colega brasileño se ha venido con unas terribles lubas de canario.

Explicó el Primer Secretario de la Legación Francesa, que actuaba de Ministro:

—Son crema. El último grito en la Corte de Saint James.

El Barón de Benicarlés evocó con cierta irónica admiración el recuerdo de Don Celes. El Ministro del Ecuador, que se había puesto en pie, agitados los rizos de ébano, hablaba verboso. El Barón de Benicarlés, gran observante del protocolo, tenía una sonrisa de sufrimiento y simpatía ante aquella gesticulación y aquel raudal de metáforas. El Doctor Aníbal Roncali proponía que los diplomáticos hispano-americanos celebrasen una reunión previa bajo la presidencia del Ministro de España: Las águilas jóvenes que tendían las alas para el heroico vuelo, agrupadas en torno del águila materna. La Diplomacia Latino- Americana manifestó su conformidad con murmullos. El Barón de Benicarlés se inclinó:

Agradecía el honor en nombre de la Madre Patria. Después, estrechando la mano prieta del ecuatoriano, entre sus manos de odalisca, se explicó dengoso, la cabeza sobre el hombro, un almíbar de monja la sonrisa, un derretimiento de camastrón la mirada:

—¡Querido colega, sólo acepto viniendo usted a mi lado como Secretario!

El Doctor Aníbal Roncali experimentó un vivo deseo de libertase la mano que insistentemente le retenía el Ministro de España: Se inquietaba con una repugnancia asustadiza y pueril: Recordó de vieja pintada que le llamaba desde una esquina, cuando iba al Liceo. ¡Aquella vieja terrible, insistente como un tema de gramática! Y el carcamal, reteniéndole la mano, parecía que fuese a sepultarla en pecho: Hablaba ponderativo, extasiando los ojos con un cinismo turbador. El Ministro Ecuatoriano hizo un esfuerzo y se soltó:

—Un momento, Señor Ministro. Tengo que saludar a Sir Scott.

El Barón de Benicarlés se enderezó, poniéndose el monóculo:

—Me debe usted una palabra, querido colega.

El Doctor Aníbal Roncali asintió, agitando los rizos, y se alejó con una extraña sensación en la espalda, como si oyese el siseo de aquella vieja pintada, cuando iba a las aulas del Liceo:

Entró en el corro, donde recibía felicitaciones el evangélico Plenipotenciario de Inglaterra. El Barón, erguido, sintiéndose el corsé, ondulando las caderas, se acercó al Embajador de Norteamérica. Y el flujo de acciones extravagantes al núcleo que ofrecía incienso a la diplomacia británica, atrajo al formidable Von Estrug, Representante del Imperio Alemán.

Satélite de su órbita era el azafranado Conde Chrispi, Representante del Imperio Austro- Húngaro. Habló confidencial el yanqui:

—El Honorable Sir Jonnes Scott ha expresado elocuentemente los sentimientos humanitarios que animan al Cuerpo Diplomático. Indudablemente. ¿Pero puede ser justificativo para intervenir, si-quiera sea aconsejando, en la política interior de la República?

La República, sin duda, sufre una profunda conmoción revolucionaria, y la represión ha de ser concordante. Nosotros presenciamos las ejecuciones, sentimos el ruido de las descargas, nos tapamos los oídos, cerramos los ojos, hablamos de aconsejar… Señores, somos demasiado sentimentales. El Gobierno del General Banderas, responsable y con elementos suficientes de juicio, estimará necesario todo el rigor. ¿Puede el Cuerpo Diplomático aconsejar en estas circunstancias?

El Ministro de Alemania, semita de casta, enriquecido en las regiones bolivianas del caucho, asentía con impertinencia políglota, en español, en inglés, en tudesco. El Conde Chrispi, severo y calvo, también asentía, rozando con un francés muy puro, su bigote de azafrán. El Representante de Su Majestad Católica fluctuaba. Los tres diplomáticos, el yanqui, el alemán, el austriaco, ensayando el terceto de su mutua discrepancia, poníanle sobre los hilos de una intriga, y experimentaba un dolor sincero, reconociendo que en aquel mundo, su mundo, todas las cábalas se hacían sin contar con el Ministro de España. El Honorable Sir Jonnes H. Scott había vuelto a tomar la palabra:

—Séame permitido rogar a mis amables colegas de querer ocupar sus puestos.

Los discretos conciliábulos se dispersaban. Los Señores Ministros, al sentarse, inclinándose, hablándose en voz baja, producían un apagado murmullo babélico. Sir Scott, con palabra escrupulosa de conciencia puritana, volvía a ofrecer el cáliz colmado de sentimientos humanitarios al Honorable Cuerpo Diplomático. Tras prolija discusión se redactó una Nota. La firmaban veintisiete Naciones. Fue un acto trascendental. El suceso, troquelado con el estilo epigráfico y lacónico del cable, rodó por los grandes periódicos del mundo: —Santa Fe de Tierra Firme. El Honorable Cuerpo Diplomático acordó la presentación de una Nota al Gobierno de la República. La Nota, a la cual se atribuye gran importancia, aconseja el cierre de los expendios de bebidas y exige el refuerzo de guardias en las Legaciones y Bancos Extranjeros.

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