4. La locura de leer: Don Quijote en Sierra Morena

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Leyendo hace poco la novela La ciudad de cristal de Paul Auster, parte de su Trilogía de Nueva York, encontré un personaje que “había comprendido la cuestión de por qué don Quijote no había querido simplemente escribir libros como los que tanto le gustaban, en vez de vivir sus aventuras.” El novelesco cervantista nos dejaba con la miel en los labios pues no explicaba una palabra de esa fascinante cuestión. A falta de ello me propuse hacerlo yo mismo. Y se me ocurrió que lo más adecuado sería reflexionar sobre la penitencia de don Quijote en Sierra Morena.

Al cabo de tantos comentarios como ha suscitado esta penitencia, en efecto, seguimos sin entender en qué sentido puede ser sincera esta locura voluntaria o cuál es su relación con su locura involuntaria y, por tanto, ignoramos todavía la significación de ésta. Este creo que es el asunto primordial del capítulo XXV de la Primera Parte del Quijote, un capítulo cuyo valor emblemático acerca de la naturaleza del quijotismo en la novela de 1605 es unánimemente reconocido. Lo mismo que se entiende, por cierto, que el capítulo correspondiente de la Segunda Parte, el relativo a la cueva de Montesinos, es esencial para tomarle el pulso al protagonista de la novela de 1615.

En realidad, el capítulo XXV no trata de la penitencia misma sino de sus preparativos. En cuanto a la penitencia propiamente dicha el capítulo sólo describe la pequeña demostración que ofrece don Quijote a Sancho cuando se desnuda “y luego sin más ni más dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto,” lo suficiente para que Sancho se dé “por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco” (248).[ref] Cito por el número de página de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. (Madrid: Alfaguara, 2004).[/ref] Las volteretas no son, sin embargo, más que un anuncio de la penitencia. Tanto es así que don Quijote ni siquiera se ha decidido todavía por el modelo que pretende imitar, como se lee en los primeros párrafos del capítulo siguiente:

Después que se vio solo . . . se subió sobre una punta de una alta peña y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pensado sin haberse jamás resuelto en ello, y era que cuál sería mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas que hizo, o Amadís en las malencónicas. (249)

Incluso cuando don Quijote se decide finalmente, aún se le describe preparando la penitencia: “Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñádme por dónde tengo de comenzar a imitaros” (250). La penitencia misma se despacha a continuación con esta somera descripción:

Se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza y algunos en alabanza de Dulcinea. . . . En esto y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía. (250)

Como se ve, es tan poco lo dedicado a la descripción de la penitencia misma–prolijamente discutida, ponderada, explicada y justificada, sin embargo, antes de ponerse por obra–, que parece claro que su naturaleza ha de inferirse de sus preparativos más que del acto mismo.

El que sea ésta una de las pocas veces en que don Quijote razona por adelantado sobre una de sus hazañas, sin duda se debe a que pretende que ésta sea una

con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal que he de echar el sello con ella a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero. (233-4)

No se trata, pues, de una hazaña distinta de las demás suyas sino de una en la que se resumen todas ellas. En este sentido, las explicaciones acerca de la penitencia son aplicables al resto de su conducta caballeresca. Pero la locura penitencial no sólo explica la locura general de don Quijote por tener este carácter paradigmático: aun cuando no fuera ejemplar, revelaría igualmente el funcionamiento de la locura del caballero por el hecho de tratarse de la explicación de un loco, esto es, de una minilocura explicada con la lógica de su macrolocura.

En relación con ello se ha dicho a menudo que las explicaciones que ofrece don Quijote parecen sensatas. Según J. J. Allen esta sería la menos loca de sus locuras porque “en una conversación de máxima lucidez con Sancho, don Quijote distingue perfectamente entre la ficción y la realidad.”[ref] John Jay Allen, Don Quixote, hero or fool? A Study in Narrative Technique, Parts I & II. Tallahasee, University of Florida Press, [1969] 1979, p. 173.[/ref]Si así fuera, don Quijote no estaría loco al dar estas explicaciones; en cuyo caso sin duda el episodio no sería ejemplar para el resto de una vida, que sí es evidentemente loca. Pero difiero de Allen. De la lucidez explicativa de don Quijote yo concluyo lo contrario que él: está loco precisamente porque, distinguiendo perfectamente entre ficción y realidad, opta por suspender ésta para vivir aquélla. De hecho, lo que me parece verdaderamente interesante es que la lúcida explicación de don Quijote sea la lucidez de un loco: por eso es por lo que revela la lógica de su locura.

Don Quijote comienza su razonamiento con un silogismo evidentemente erróneo: siendo “Amadís de Gaula uno de los más perfectos caballeros andantes” y dado que

cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, . . . hallo yo,” dice, “que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. (234)

Como don Quijote no pretende escribir otro Amadís sino vivir como Amadís, hay que objetar inmediatamente que imitarlo no es hacer como el pintor que imita a otros pintores, pues el verdadero homólogo del pintor sería el escritor de otra historia caballeresca.

Enseguida volveré sobre la supuesta semejanza de don Quijote con un escritor, pero antes veamos cómo contesta a otro tipo de objeción, la que inmediatamente le hace Sancho acerca de la falta de correspondencia entre las circunstancias del imitado y las del imitador. Don Quijote hubiera podido argüírle, como de costumbre, que también a él Dulcinea le había desdeñado o que, efectivamente, como sugiere Sancho, que esta “había hecho alguna niñería con moro o cristiano”; incluso, más fácilmente, podía argüir que “la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso” (236) bastaba para justificar su penitencia, como él mismo señala a mayor abundamiento. Si lo hubiera hecho, la contestación del caballero no pasaría de ser otra manifestación más de su acostumbrada confusión entre ficción y realidad, el tipo de confusión que nos impide desentrañar la razón de su sinrazón. Pero, fiel a ésta, don Quijote confiesa en cambio:

-Ahí está el punto y esa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? (236)

Veamos. Don Quijote ni olvida ni niega que tanto Amadís como Orlando hayan tenido causa para su locura penitencial. A diferencia de ellos, en cambio, él rechaza cualquier causa para su propia penitencia. Esta gratuidad no sólo encarece, en cierto sentido, el mérito de su hazaña, sino que, por así decirlo, purifica su imitación, la esencializa como mera apariencia de penitencia, negándole realidad consecuente con cualesquiera circunstancias reales.

La réplica le parece satisfactoria a Sancho, que, en consecuencia, no le rearguye a su amo, pero sólo porque el buen hombre deduce de ella algo muy distinto de lo que entiende don Quijote. Así, cuando Sancho oye que esta imitación sin causa y, por tanto, creía él, también sin consecuencias reales, se va a traducir en “rasgar las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez,” exhorta vehementemente a su amo a que se contente, “pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla,” a que se dé los testarazos “en el agua o en alguna cosa blanda como algodón”. (239) Pero no es así cómo entiende don Quijote la pureza imitativa: “Todas estas cosas que hago no son de burlas sino muy de veras. Así que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico”. (239) Aun cuando lo suyo no sea más que fingimiento, viene a decir, ha de ser un fingimiento vivido como si fuera realidad, esto es, una irrealidad convertida en realidad personal.

Este peculiar tránsito de la imitación a la vida es el que hace ya años Avalle-Arce consideró típicamente quijotesco, caracterizándolo entonces como “la vida como obra de arte”.[ref] Juan Bautista Avalle-Arce, Don Quijote como forma de vida. (Madrid, Castalia, 1976).[/ref] La intuición es excelente, pero no menos sibilina que la explicación, o, más bien, la implicación, de don Quijote. ¿Cómo hace este para vivir su vida como obra de arte, para convertirla en obra de arte? No nos preguntamos qué hace—hace o va a hacer lo que ya sabemos—, sino cómo lo hace. Sin duda lo hace mediante la locura de fundir vida y arte, pero ¿cómo se produce esta conflación cuando no deja de tener conciencia de la diferencia entre realidad y literatura? ¿Cómo es capaz entonces de vivir la literatura y no la realidad? Limitarse a repetir que lo hace porque está loco es caer en una evidente petición de principio: “Está loco porque vive la literatura y vive la literatura porque está loco.” La pregunta crítica sigue siendo: ¿cómo se puede vivir la literatura; cómo se puede “sincerar” vitalmente la mentira de una ficción artística?

Esta incógnita ha traído a las mientes de los comentaristas la figura del artista creador. Hace ya también algunos años E. Riley indicó en su conocida Teoría de la novela en Cervantes que

No hay nada excesivamente insólito en que [don Quijote] trate de imitar la vida de algún héroe ejemplar o quiera emular como un cortesano las mejores cualidades de los modelos anteriores. Pero lo que es digno de ser notado es que su manera de obrar se halla también muy próxima a la del artista.[ref]  Edward C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes (Madrid: Taurus, 1966).[/ref]

Me parece más que dudoso que el modelo de imitación artística al que se atiene don Quijote esté verdaderamente próximo al del artista creador. Ciertamente Alonso Quijano tuvo veleidades de escritor de libros de caballerías, pero adviértase que si hubiera cumplido su “deseo de tomar la pluma y [dar] fin [a la Historia de Belianís de Grecia] al pie de la letra como allí se promete”, (29) no se habría convertido en Don Quijote, sino que habría evitado su locura: al dejarla plasmada en la escritura se habría salvado de su propia fantasía. En cualquier caso, se nos dice que “sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran”. (29) Estos pensamientos, ya lo sabemos, eran precisamente el propósito de imitar con su propia vida las de los personajes caballerescos que tan asiduamente frecuentaba en sus lecturas. Me parece evidente que este deseo de continuación personal de unas aventuras caballerescas leídas no se podía satisfacer mediante la invención de aventuras ajenas, sino mediante aventuras (sui generis, sin duda) propias. Aun cuando don Quijote invente su propia realidad caballeresca, sólo superficial y, en última instancia, equivocadamente, puede entenderse su labor como una de escritura de su propia vida.

Don Quijote trata de seguir viviendo en el mismo mundo caballeresco en que vivía mientras leía sus libros de caballerías, con la única, pero importante diferencia de que ahora quiere hacerlo como protagonista y no como espectador de la aventura leída. Cuando se pretende que la propia vida se desarrolle en un mundo igual al mundo leído, es necesario vivir en la realidad propia como si fuera una realidad ficticia susceptible de vida lectora. La lectura, y no la escritura, me parece ser la manera de participar realmente en un mundo ficticio abandonando el mundo real.

El modelo de este tipo de conducta no es la del escritor sino la del lector, conductas distintas, entre otras cosas, por el grado de posibilidad de identificación del imitador con lo imitado en uno y otro caso: máxima para el lector, mínima o nula para el escritor. Si vivir la ficción es hacerla propia, o sea, creerla, esto es casi lo contrario de crearla, que implica separar al creador de lo creado.

Al vivir su vida lo mismo que vivía la de los personajes caballerescos que leía, es decir, al quijotizar su vida, Alonso Quijano adopta una vida lectora sin lectura real. No sólo enloquece pues a causa de sus pasadas lecturas, sino que su locura consiste en prolongar su vida anterior como lector a una vida actual sin libros, es decir, en seguir viviendo tal como hacía cuando leía, en portarse como si todavía leyera: no inventando ficciones como cualquier fabulador novelesco, sino viviéndolas como cualquier lector novelesco.

La locura de don Quijote es análoga a la locura del lector de ficciones. Vivir una mentira sinceramente, en efecto, quizás sea la mejor definición de la lectura de una ficción. Quizás nuestra primera reacción como lectores de ficciones sea creer en ellas, es decir, no darnos cuenta de que son ficciones, como sostiene el psicólogo Richard Gerrig. Se trata según él de una “construcción voluntaria de la incredulidad” en la ficción, que invierte la conocida definición de Coleridge de “suspensión voluntaria de la incredulidad”.[ref]Richard J. Gerrig. Experiencing Narrative Worlds. On the Psychological Activities of Reading. (New Haven and London, Yale University Press, 1993), passim.[/ref]

Mentira conocida o desconocida, no por ello dejamos de vivirla cuando la leemos. Más aun, suspender la incredulidad ante lo ficticio o mantenerla no implica descreer de la realidad. Al contrario, es la creencia en la realidad la que permite reconocer lo ficticio como tal, como algo cuya increibilidad queda en suspenso o, alternativamente, en lo que se acaba por descreer.

Esta lectura de la ficción como si fuera realidad (ya sea por suspender ésta ya por confundirla con ella) es la que todos hacemos mientras leemos. Para poder leer la ficción como tal no hacemos la realidad increíble, sino justamente lo contrario, aceptamos que la realidad haga increíble lo leído. Este contraste es el que nos permite bien suspender la realidad cotidiana, bien construir la realidad ficticia, y vivir esta última como alternativa. Leer ficciones es mantenerse en la realidad y simultáneamente vivir en otra realidad enquistada dentro de ella, distinguibles una de otra por su recíproca contradicción.

La conducta de don Quijote al hacer penitencia en Sierra Morena es una “lectura” de este tipo: una imitación de su anterior lectura de libros de caballerías. Para poder seguir leyendo ahora como cuando leía entonces, viviendo lectoramente las aventuras, don Quijote necesita materia tan ficticia como la que leía en los libros de caballerías, una materia increíble como realidad.

No ha dejado de señalarse que Sierra Morena es un lugar especialmente apropiado para vivir esta “locura” lectora por ser un lugar ya casi literariamente ficticio en sí mismo a causa de su contraposición a y su aislamiento en esa otra realidad más amplia que amo y escudero han dejado atrás, en la llanura, la que albergaba a galeotes, Santa Cruzada y demás circunstancias mundanales. Este aislamiento contextual no deja de contribuir al necesario carácter ficticio de la acción penitencial, pero lo decisivo es que sea don Quijote quien adecúe su conducta al contexto, quien ficcionalice su penitencia al rechazar cualquier tenue relación que pudiera tener con causas reales anteriores. En efecto, si la locura penitencial obedeciera a alguna causa real no sería ficiticia, ni, por tanto, susceptible de vida lectora. Don Quijote sólo la puede vivir (como ficción) en la medida en que difiere de la realidad o la realidad de ella. Dicho de otro modo: si don Quijote hiciera esta falsa penitencia de cualquier modo distinto al de la lectura, sin leerla, la viviría falsa y no sinceramente–que es lo que Sancho quería y entendía. Para poder vivirla con sinceridad ha de leerla como si fuera una ficción, es decir, en tanto en cuanto es contraria a su realidad.

La clave de esta decisiva contrariedad para llevar a cabo la vida como obra de arte, la brinda la confesión de don Quijote acerca de la realidad de Aldonza Lorenzo o, si se quiere, acerca del carácter ficticio de Dulcinea. Una confesión que todos recordamos, pero no por conocida menos asombrosa:

Dulcinea no sabe escribir ni leer y en toda su vida ha visto letra ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre de estos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres, Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales, la han criado. (242)

Evidentemente no es su amor por Aldonza Lorenzo durante doce años el que le lleva a idealizarla como Dulcinea. Es la necesidad caballeresca de una amada (ficticia) la que produce a Dulcinea a partir de la aldeana. Tampoco fueron las virtudes de su caballo las que le llevaron a convertirlo en cabalgadura digna de un caballero andante, sino que fue la necesidad de esa montura la que le hizo utilizar al jamelgo de que ya disponía para conseguir la cabalgadura adecuada. Como tampoco fueron la personalidad ni el trato con su vecino Sancho Panza los que le incitaron a transmutarlo en escudero, sino la necesidad caballeresca de este tipo de acompañante. En todos los casos don Quijote parte de la necesidad de una ficción análoga a las anteriormente leídas, elige una realidad contrapuesta a ella, o sea, capaz de ficcionalizar a su contrario, y “lee” esa ficción personalizada.

Aun cuando don Quijote afirme respecto de Aldonza/Dulcinea no hacer sino “como todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen” (244)–lo cual, por cierto, si se aceptara literalmente, contradiría su creencia en la verdad histórica de los libros de caballerías–, esto es sólo parcialmente cierto y, desde luego, no da cuenta de todo su proceso imitativo. Repito: se quedan cortos quienes equiparan la conducta de don Quijote a la de un escritor. Si en vez de leer su vida, sólo la imaginara (la escribiera, por ejemplo), no podría vivirla. El paralelo que él mismo ofrece de su labor con la de los poetas se limita a indicar el papel contradictorio de la realidad para la ficción que se propone vivir.

Sin duda Dulcinea es a Aldonza como cualquier Amarilis, Silvia, Diana, Galatea o Fílida es a su modelo real, pero los creadores de estas figuras literarias, a menos de quijotizarse, no pretenden vivir en el mismo mundo que ellas. A diferencia de ellos, don Quijote se caracteriza por vivir en ese mundo idealizado: no por crear una realidad alternativa tal como hacen los poetas, sino, tal como hacen los lectores, por creer y participar en ella. Su locura consiste precisamente en sustituir la realidad de la escritura por la distinta realidad de la lectura.

Adviértase la diferencia de Sancho con su señor respecto de esta relación entre Aldonza y Dulcinea. Confesada ésta por don Quijote, Sancho llega a encolerizarse prometiendo toda clase de violencias si Aldonza/Dulcinea no se aviene a responder adecuadamente a su enamorado. Lo cual hace declarar a éste: “A fe, Sancho, . . . que a lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo”. ¿Acaso Sancho, espectador de la locura ficticia, que no falsa, de su señor, llega también a vivirla, prometiendo actuar en consecuencia? No, su locura, muy distinta de la de don Quijote, consiste en confundir ficción y realidad, en equipararlas en vez de distinguirlas, como es de rigor en la lectura. Desconocer la diferencia entre la realidad y la ficción sería estar loco sin lectura alguna. Pero Sancho, naturalmente, carece de experiencia lectora. Está loco, entiende su señor, en la medida en que ignora que la relación entre Aldonza y Dulcinea ha de ser excluyente, que una ha de hacer ficticia a la otra y no relacionarse con ella más que para negarle realidad. Para don Quijote equiparar a Aldonza con Dulcinea es una locura que desconoce que el mundo leído y el no leído se relacionan por contraposición y no por semejanza. O, dicho de otro modo, la ficción (reconocida como tal) no es una extrapolación de la realidad sin contradicción con ella, sino una alternativa vital a la realidad.

Ahora bien, si todo lector está “loco” al vivir sinceramente una ficción bien suspendiendo la realidad que la hace increíble, bien construyendo esa irrealidad, ¿en qué se distingue de cualquier otro loco o del loco don Quijote? Se distingue en que aunque el loco corriente viva sinceramente lo que cree, ignora involuntariamente la realidad que lo hace increíble. Leer ficciones, en cambio, es una locura voluntaria, tanto si se trata de una construcción voluntaria y provisional de la ficción como si lo entendemos como suspensión voluntaria y provisional de la realidad. De ahí que en la medida en que don Quijote distingue entre ficción y realidad, su locura penitencial no sea ni más ni menos loca que cualquier lectura de ficción. Pero de ahí también que la voluntariedad de su locura penitencial no sea óbice para la involuntariedad de su locura crónica.

Para comprender la locura de don Quijote basta con comprender nuestra propia lectura: salvo en lo relativo a la voluntariedad, el tránsito del caballero de la cordura a la locura es el mismo que el de la vida real a la vida lectora. Don Quijote comprende y demuestra que la voluntariedad es la única diferencia entre vivir una mentira y vivir una ficción, es decir, entiende, y practica, el funcionamiento de la lectura, pero no sabe que está leyendo. A diferencia de su locura/lectura crónica, de la que no tiene conciencia y que no puede abandonar, la penitencia en Sierra Morena es, en efecto, una locura/lectura voluntaria que sí puede abandonar, y de hecho abandonará, cuando quiera. Don Quijote está loco sólo en la medida en que vive involuntariamente como si todavía leyera. Claro que al no ser voluntaria su lectura no se trata de una verdadera lectura. (Si lo fuera, no sería tal locura.)

Consecuencia de que la locura de don Quijote sea característicamente lectora, aun cuando él lo ignore, es que actúe sensatamente cuando las circunstancias le impiden hacer como si leyera su vida como ficción. Esto es lo que ocurre cuando su realidad circundante es indistinguible de la ficción. Es el caso de la Segunda Parte de la novela. También entonces vive, o vive en, una realidad leída, sin duda, pero no leída por él sino por los lectores de la Primera Parte de su Historia. Don Quijote es incapaz entonces de suspender su realidad circundante justamente porque la realidad en la que está coincide con su ficción. El episodio paradigmático de esta circunstancia en la Segunda Parte será, correspondiendo al de Sierra Morena en la Primera, el de la cueva de Montesinos. En ese momento, incapaz de distinguir entre ficción y realidad, el paradigma de la locura lectora de don Quijote no será la locura de leer, sino el sueño de la lectura.

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