Índice del conjunto ☛ El ‘Quijote’ o la invención de la lectura
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Al principio del capítulo XXIV de la Segunda Parte del Quijote Cide Hamete Benengeli confiesa:
No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito. La razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. . . . Si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera la escribo. Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más. (II, xxiii) [ref] Cito por la Parte y capítulo de Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, editado por Luis Andrés Murillo, 2 vols. (Madrid: Castalia, 1978)[/ref]
Desde Clemencín por lo menos, la mayoría de sus lectores ha seguido este consejo de modo semejante al de Alejandro cortando el nudo gordiano: verosimilizando expeditivamente el suceso al considerar que se trata de un sueño, es decir, de un fenómeno en el que cualquier inverosimilitud es de recibo. Solución simplificadora, por no decir simplista, a partir de la cual la libertad de interpretación es total.
Quizás haya que volver a meditar la exhortación de Cide Hamete pues no creo que sea una curiosidad impertinente preguntarse cómo es que tan fácil explicación no se le ocurrió a él mismo; cómo es que no se les ocurre tampoco a Sancho ni al Primo humanista; cómo es que no se le ocurre, al menos inmediatamente, a don Quijote. Desde luego no será por falta de indicaciones evidentes, que el mismo Cide Hamete se cuida de precisar, acerca de que si no se trata de un sueño, lo parece. Así, por ejemplo, la de que don Quijote salga de la cueva con
los ojos cerrados, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y con todo, no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon que al cabo de un buen espacio volvió en sí, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara. (II, xxii)
O cuando el historiador recoge la propia confesión de don Quijote de haber caído en “un sueño profundísimo” cuando cavilaba en la oscuridad subterránea.
Pero si atendemos a estas transparentes afirmaciones, igualmente habrá que hacerlo con la inmediatamente siguiente de don Quijote, que es la que suscita el problema:
Cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos por certificarme si era yo mismo el que allí estaba o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. (II, xxiii)
¿Por qué no adoptar la postura de Cide Hamete, creer a don Quijote, aceptar que efectivamente estaba despierto y no soñando, y preguntarse qué otra cosa podía estar haciendo tan parecida a un sueño, tan parecida a una mentira, sin ser ninguna de las dos cosas?
Se contestará que los sueños consistentes en creerse despierto son tan comunes que, dadas las demás circunstancias oníricas, esta última no sólo no desdice sino que condice con ellas. Pero hay que preguntarse, de nuevo, ¿por qué una verdad tan palmaria no lo es, si no para el loco de don Quijote, para sus acompañantes o para el sensato Cide Hamete? No será sin duda porque la época no atendiera prolijamente a los sueños en todas sus variedades, incluída ésta: baste recordar que soñar que se está despierto es el fundamento de nada menos que La vida es sueño. ¿Tan desconocedor de la cultura de su época era el historiador árabe que no se le ocurría esta explicación, que podía esperar que no se le ocurriera a ese lector prudente a quien le encarga la decisión? Me inclino a creer que cuando Cide Hamete elude explicación tan obvia lo que pretende en realidad es impedírsela al lector. Sólo así puede encargarle una tarea digna de su buen juicio.
Como se sabe, Cide Hamete considera otra posible explicación, la de que don Quijote esté mintiendo. Pero lo hace ante todo para descartarla enfáticamente, pues la rumoreada retractación posterior en el momento de su muerte, que el escrupuloso historiador no deja de mencionar, no afecta a su sinceridad en el momento anterior de hacer el relato.
El planteamiento de Cide Hamete es pues el siguiente: ¿cómo es posible que a un loco como don Quijote le pasaran las inverosímiles aventuras que relata si no se trata ni de un sueño ni de una mentira, aunque se parezca a ambos? En buena cuenta, Cide Hamete propone este acertijo al lector: ¿qué es un sueño y una mentira sin ser ninguna de las dos cosas?
El lector prudente, “el hombre sabio y reportado,” como dice Covarrubias, “que pesa todas las cosas con mucho acuerdo,” no debiera tener especial dificultad para conjugar ambas apariencias y contestar que se trata sencillamente de la lectura de obras de ficción. Lo cual le llevaría a entender que a don Quijote no le ocurre esta aventura más que en tanto que la lee.
Don Quijote es incapaz de reconocer ese sueño especial de la vigilia que es la lectura porque su locura confunde no el sueño y la vigilia sino precisamente la vida y la lectura. “Sogno d’infermi e fola di romanzi”, que decía Petrarca, su incapacidad se debe a que en esta aventura toca el fondo de su locura, ese fundamento lector que genera el misterio mismo que nuestra prudente lectura debe resolver. La solución al enigma de si sueña o vive la aventura es que hace ambas cosas, pero sólo en la medida en que la está leyendo: la sueña como si la viviera o la vive como si la soñara. Todo en la Cueva de Montesinos es igual a lo que ocurre fuera de ella: real para él, imaginario para nosotros.
La mayor dificultad para entender así lo ocurrido sería, aparentemente, nuestro desconocimiento del texto concreto que “lee” don Quijote. Sólo aparentemente, sin embargo, porque es evidente que no podría darse a leer la actividad lectora de don Quijote si se diera también a leer el texto que lee. Piénsese, por ejemplo, en la lectura de “El curioso impertinente” por el Cura, o en la del “Coloquio de los perros” por el Licenciado Peralta, en donde nuestra lectura de los mismos textos que ellos leen se sustituye a la suya invisibilizándola. Para dar a leer una lectura es forzoso no dar a leer el texto al que se aplica. Pero es que además, para leer, don Quijote no necesita texto alguno: en eso precisamente consiste su locura, en que sigue leyendo cuando no tiene ya nada que leer. La ausencia de texto legible no es óbice, sin embargo, sino acicate para advertir el carácter leído del relato de don Quijote acerca de lo ocurrido en al Cueva.
Las circunstancias externas de esta aventura, aunque perfectamente verosímiles, no por ello son ajenas a la lectura. Don Quijote quiere entrar en la cueva para “cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de quien tenía noticia que aquella tierra abundaba,” la más tentadora de las cuales en ese momento es la que ofrece “la Cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se contaban, . . . porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos”. (II, xxii)
Don Quijote no va a luchar sino a inquirir: interesado en comprobar personalmente la veracidad de cierta leyenda, penetrar en la cueva, concreción material de la leyenda, es literalmente penetrar en el meollo del misterio. Entra en ella, si se quiere, a luchar con el oculto sentido de cierta historia: su labor es más intelectual que material, es una aventura del conocimiento.
Ya se sabe que despierta “cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, . . . en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar las más discreta imaginación humana.” En él se ofrece a su vista un “real y suntuoso palacio o alcázar cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados”. Este sorprendente y súbito ‘despertar’ señala la misteriosa entrada a otro mundo en vez de volver a éste, es un sorprendido abrir los ojos a una dimensión imaginaria distinta de la acostumbrada tanto en la vigilia como en el sueño. Adicionalmente, lo cristalino del palacio indica ese dudoso punto intermedio entre la materialidad y la insustancialidad de lo transparente, falso obstáculo o medio real para ver dentro y fuera de él, para conjugar dos dimensiones a uno y otro lado del cristal–o quizás, mejor dicho, del espejo, pues don Quijote, lo mismo que la Alicia de Lewis Carroll, acaba de penetrar en el subterráneo mundo de las maravillas.
En este lugar virtual, la primera figura humana que se le ofrece a la vista es un personaje inverosímil, aunque perfectamente pormenorizable, cuyo “continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas me suspendieron y admiraron,” dice don Quijote. ¿No es este justamente el efecto perseguido por la buena literatura? Recuérdense las palabras del canónigo:
-Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas. (II, )
Hasta ahora don Quijote no es más que espectador de una extraña realidad a la que es ajeno, pero la alienación no va a durar mucho: el personaje en cuestión no sólo le interpela, sino que le reconoce y, más aun, le asegura que su llegada era esperada por los habitantes de la espelunca. Su misión, se oye decir, será dar “noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde [ha] entrado”; esto es, una vez reveladas por la misma transparencia que las vela, su misión será dar a conocer “las maravillas que este transparente alcázar solapa.” Lazo de unión entre la realidad y la ficción, don Quijote se encuentra así en la característica posición lectora de lanzadera entre ambas.
Si este cavernoso mundo es irreal no es sólo por existir bajo tierra, en el interior oscuro de la cotidianedad iluminada por la luz del día, sino porque además es un mundo encantado. Su existencia, aparentemente preternatural, se debe a cierta incantación, a cierto ensalmo, a ciertas palabras, en definitiva, cuyo poder afecta no sólo a sus habitantes sino al visitante mismo. Encantado por esas mágicas palabras, don Quijote no pasa “poco más de una hora” en ese mundo, como le recuerda Sancho, sino “tres días con sus noches,” como él asegura. La traducción es fácil sin necesidad de traer a colación tiempo bergsoniano alguno: tres días leídos, pero poco más de una hora de lectura incantatoria.
Tan encantado como encantador, este mundo es inicialmente genérico e ilocalizable y resulta, por tanto, incontrastable. Pero en el momento en que se identifica el interlocutor de don Quijote, y con él toda su realidad circundante–“soy el mismo Montesinos de quien la cueva toma nombre”–, la reacción de aquél es la misma reacción contrastante de cualquier lector al toparse con personajes históricos: ¿es verdad lo que “en el mundo de acá arriba se contaba” de ellos? Sancho, ignorante del carácter literario de los términos en contraste, el mundo ficticio y el mundo histórico, pretende llevar la precisión hasta su propia actualidad. Don Quijote le advierte de la impertinencia de cualquier actualización de ese tipo: tratándose de un mundo encantado, es decir, leído, “esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contexto de la historia”.
Las explicaciones adicionales de Montesinos remachan este carácter leído del mundo de la cueva detalle tras detalle: el encantamiento al que debe su existencia tiene autor conocido, “Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo”. Semejanza con los autores de carne y hueso que Montesinos se encarga de resaltar al no creer que su filiación fuera verderamente diablesca sino que, aunque humano, “supo, como dicen, un punto más que el diablo”. El desconocimiento de la razón y el propósito de la autoría merlinesca la acerca aun más a una creación textual, cuyo propósito siempre es incierto, tanto que la sospecha de Montesinos de una no lejana explicación bien pudiera ser la misma que Cide Hamete espera de sus lectores. Tampoco es de extrañar que el esperado visitante, don Quijote, sea capaz de desencantar a los encantados de la cueva puesto que se trata de alguien que, habiendo “resucitado en los presentes [siglos] la ya olvidada andante caballería”, es un lector/desencantador idóneo: don Quijote o el propio lector de este libro de caballerías, a elegir. De modo que a la incógnita que plantea Montesinos acerca de Durandarte, “Siendo esto así y que realmente murió este caballero, ¿cómo es que ahora se queja y suspira de cuando en cuando como si estuviese vivo?”, bien podría contestarse que los personajes escritos sí se quejan y suspiran, pero solo en la medida en que son leídos.
Finalmente, quien, como don Quijote, no distingue entre mundo leído y mundo vivido, no puede dejar de relacionar sus preocupaciones, principalmente, claro está, el encantamiento de Dulcinea, con el encantamiento lector en el que está ahora participando.
No deja de ser sintomática de este mismo carácter lector la coincidencia del ruego final de Sancho: “!Oh, señor, señor, por quien Dios es que vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra y no dé crédito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!”, con el ruego del Licenciado Peralta al Alférez Campuzano en parecida ocasión: “Por amor de Dios, señor Alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo”. En la medida en que somos (públicamente) lo que creemos (privadamente), se trata en ambos casos del deshonroso contraste entre la irrealidad de una vivencia personal y la realidad pública. Pero si en el primero, Sancho, incapaz de leer, es incapaz de entender el lugar de la imaginación privada en el ámbito público, en el segundo caso, el Licenciado ha de reconocer que la irrealidad subjetiva que hace pública la lectura deja de ser vergonzosa: “Señor Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención, y basta.” Por eso quizás es por lo que don Quijote cierra el episodio con esta contestación a la inquietud ignorante de Sancho: “Como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles.”
Así y todo, es el sentido común de Sancho el que mejor sugiere el carácter lector de la aventura de su señor cuando comenta: “Dime con quién andas, decirte he quién eres: ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes, mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere”. De donde infiere, con lógica intachable, que “aquel Merlín o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá abajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda”. Precisamente cómo haría cualquier buen novelista con sus lectores.
Cualquier lector podría contestar afirmativamente a la pregunta de Cide Hamete sobre si ocurrió o no ocurrió la aventura tal como dice don Quijote con sólo advertir que su propia lectura hace efectivamente que don Quijote tenga la aventura. Esta especie de huevo de Colón novelesco no sería una manera de eludir la pregunta de Cide Hamete, sino que la contestaría radicalmente: también nosotros nos internamos en el pasaje “para ver a ojos vistas si son verdaderas las maravillas” que de él se dicen–paráfrasis adecuada de la pregunta de Cide Hamete. El verdadero trazo de unión entre mundo encantado y mundo real somos nosotros mismos en tanto que lectores. Al leer repetimos la aventura de don Quijote; al leerle, como él hace con Montesinos, participamos como visitantes esperados en su mundo encantado.
¿Sería acaso distinta del relato de don Quijote una descripción de nuestra lectura del pasaje? ¿Sería parte de nuestra vigilia o sería un paréntesis de ensoñación en ella? ¿No sería más bien, como en su caso, un sueño de la vigilia, una vigilia ensoñadora? Por mucho que insistiéramos, como hace don Quijote, en que durante nuestra lectura estamos despiertos, que “el tacto, el sentimiento, los discursos concertados” nos certifican que somos allí entonces los que somos aquí ahora, quien nos escuchara, o nos leyera, no dejaría de concluir que si no se trata de un sueño o una mentira, bien lo parece. Consecuentemente, también nosotros deberíamos preguntarnos si nuestra lectura es verosímil o no, si ha ocurrido o no, si no es más que un sueño o una mentira. Una vez que aceptamos que soñamos a don Quijote y este pasaje, somos incapaces de desanudar nuestro sueño del suyo, la lectura de lo leído.
¿Sueña o lee don Quijote? ¿Sueña que lee o lee como si soñara? La distinción es inútil, incluso errónea, nos dice el pasaje: no es distinguiéndolas cómo podremos entender el misterio de la Cueva de Montesinos. Distinguir el sueño de la lectura, insistir en que se trata de un sueño y no de una lectura de don Quijote es negarse a ver lo que nuestra lectura tiene de sueño–corolario de la aceptación de que don Quijote lee, puesto que nosotros también lo hacemos.
Cueva de don Quijote tanto como nuestra, lo que éste hace en ella es perfectamente homologable a lo que hacemos nosotros, no porque el personaje entre en nuestra vida, sino porque nosotros entramos en la suya sin dejar de ser nosotros mismos. Cuando el lector vence así la resistencia a verse leyendo, es decir, a reconocer su participación en lo leído, alcanza el grado cero de la lectura, un grado que le permite corregir a Flaubert para decir: “Don Quijote c’est moi”.
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