9. La escrilectura del ‘Quijote’

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Tiene algo de perogrullada señalar que el Quijote no nos da a leer la historia original de don Quijote sino una lectura de esa historia. El narrador del Quijote de principio a fin, su sedicente segundo autor, no hace otra cosa que contarnos su lectura de la castellanizada Historia de don Quijote de la Mancha escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Lo cual da lugar a una versión que difiere suficientemente de la historia de Cide Hamete como para merecer el distinto título con que la conocemos: El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha.

No son igualmente evidentes, sin embargo, algunas de las consecuencias de ello.

I. Dos (o más) manuscritos y un lector

Aunque el segundo autor no aparezca hasta el final del capítulo 8, él era quien nos transmitía el incompleto relato del historiador anónimo que leemos hasta ese momento[1]. Seguiremos leyéndole hasta el final mismo de la novela cuando, tras citar a Cide Hamete, en la última frase de la novela, cede la palabra al “Cervantes” escritor de ambos Prólogos. Salvo la ambigua referencia a este segundo autor en tercera persona en el momento de la transición entre el historiador anónimo y Cide Hamete Benengeli[2], todo el relato está pues a cargo y en boca, o pluma, del segundo autor, aunque nada en su relato sea de su cosecha sino de origen y creación ajenos. El omnipresente segundo autor no es más que un retransmisor de material de terceros.

El segundo autor cita literalmente al historiador anónimo sin indicación alguna de su propia labor. Su tratamiento de la historia de Cide Hamete en cambio utiliza varias modalidades de discurso indirecto en el que se intercalan, como es característico en este estilo, abundantes contribuciones personales.

Si un único segundo autor cita a un único historiador sin nombre en estilo directo en los primeros ocho capítulos y, una vez nombrado, en tercera persona y en estilo indirecto en el resto de la novela, cabe deducir que no es probable que las diferencias narrativas entre uno y otro traslado se deban a diferencias entre los textos editados sino que son fruto del trabajo y de la voluntad del editor único de ambos manuscritos, el segundo autor. En otras palabras, que las diferencias de tratamiento de uno y otro bloque narrativo no se deban a la escritura de su autor, sino a la lectura editorial, a la recepción y no la emisión de los manuscritos.

Como no cabe concluir sino que el historiador anónimo y Cide Hamete son una misma persona,[3] y como sus relatos no solo tratan de un mismo asunto sino que uno es continuación milimétricamente ajustada del otro, el contraste entre la brevísima reproducción en primera persona y la extensísima en tercera persona sirve de llamada de atención sobre lo que más evidentemente los distingue, la labor del segundo autor.

Independientemente de cuál haya sido la razón cervantina para abandonar el relato anónimo y adoptar el recurso a un manuscrito encontrado de autor conocido, el carácter primordial del segundo tipo de narración es innegable. En vista de ello no parece descabellado aventurar, con una pequeña dosis de libertad interpretativa, que fundamentalmente la historia de don Quijote comienza en el capítulo 9, es decir, a partir del momento en que el relato exhibe su naturaleza de sedicente retransmisión lectora del texto de un conocido autor anterior, mientras que los capítulos 1 a 8, aunque imprescindibles como introito, funcionan más bien como pre-texto narrativo preparatorio del texto novelesco propiamente dicho.

 

II. Edición y escrilectura

Carece de novedad que un narrador novelesco se presente como transmisor de un texto ajeno. Que ese texto sea un manuscrito aleatoriamente encontrado es también recurso antiguo y común. Que además el manuscrito en cuestión sea exótico por razón de su autor y de su lengua, no es tampoco original, especialmente tratándose de libros de caballerías. Siendo todo ello de sobra conocido y frecuentemente practicado, o quizás por eso mismo, no ha dado lugar, sin embargo, a preguntarse cuál sea la naturaleza de una narración que se declara basada en otra narración, cuáles sean las diferencias narratológicas entre ellas, ni cómo esta particular postura narrativa afecta a distintos aspectos de cualquier novela y en este caso al Quijote.[4]

La retransmisión editorial de un relato ajeno no solamente presupone su lectura sino que en cierto sentido ha de considerarse transcripción de esta lectura. Llamemos ‘escrilectura’ a esta transcripción de la lectura de quien edita para distinguirla tanto de la escritura original que se edita como de cualquier otra lectura que no dé lugar a retransmisión alguna o, más ampliamente, que no sea comunicada por escrito a terceros. Conviene hacer la distinción para no ignorar el hecho indudable de que el texto de cualquier escrilectura editora es siempre categóricamente distinto del texto de la escritura original, por mínima que sea la diferencia entre ellos. No creo que sea difícil entender y aceptar que lo que el escritor original ‘quiere decir’ cuando escribe y lo que su editor o retransmisor ‘entiende que quiere decir’ no pueden coincidir más que idealmente, no realmente. En efecto, la lectura en la que se basa una retransmisión no depende sólo del texto y del contexto que edita sino también del contexto lector, es decir, de circunstancias lectoras ajenas al texto original. Señalar el carácter editor de una narración es pues recordar que la escritura del escritor editado ha sido filtrada por un lector cuya escrilectura ni duplica ni repite la escritura original, sino que más bien representa la recepción e intepretación modificadoreas de esa escritura.

Sean grandes o pequeñas sus diferencias, la sustitución del texto editado por el texto editor implica siempre una modificación interna del funcionamiento básico de la expresión, ese en el que un emisor comunica directamente con su receptor sin mediación alguna. A diferencia de este, en el caso de la retransmisión textual se inmiscuye en esa pareja básica un receptor del emisor original que actúa como emisor alternativo adicional para el receptor final. Al hacerlo, el objeto de la expresión cambia: el punto de vista del receptor inicial sustituye al punto de vista autorial, con lo que el receptor último no accede a la emisión original sino a la recepción de esta por el intermediario. El funcionamiento básico de la expresión se desdobla al interponerse este receptor-emisor entre el emisor original y el receptor último. No desaparece el autor en absoluto, pero en vez de expresar su propia realidad expresa la realidad alternativa de quien recibe su expresión, en vez de ofrecer su punto de vista, el autor ofrece el de uno de sus receptores.

Escamotear la emisión original sustituyéndola por su modificación interpretativa por un receptor-emisor intermedio significa que el objeto de la expresión final deja de ser el sentido intencional del emisor primero y pasa a ser el sentido entendido por el intermediario, o sea, no el sentido ideal inicial de la expresión sino el sentido actual final tal como ha sido entendido por el receptor intermedio, el sentido-en-efecto de la expresión en vez de su sentido-en-potencia.

No deja de haber cierta analogía entre la intertextualidad y la escrilectura, aunque no se trate precisamente de un fenómeno intertextual operativo entre textos independientes entre sí[5]. Pero, en buena cuenta, se acerca más al concepto de “transducción” tan profusamente utilizado por Jesús Maestro[6]. Lo entiende este como el proceso «del agente que transmite o lleva […] un objeto que por el hecho mismo de ser transmitido es también transformado, como consecuencia de la implicación o interacción con el medio a través […] del cual se manifiesta». Tanto la transducción como la escrilectura coinciden en ser expresiones no de una emisión sino de la recepción de una emisión. La diferencia principal entre ellas es, en primer lugar, que la escrilectura es un tipo de transducción interna al texto en vez de externa y posterior a él, y, en segundo lugar, que es un tipo de transducción producida por el escritor mismo, y no por terceros, para expresar la recepción o interpretación de una expresión anterior inmencionada, y no la emisión de esta expresión.

El procedimiento no es inusual, pues se da en cualquier discurso indirecto, pero no por común deja de ser conveniente resaltar la reduplicación expresiva que supone y sus consecuencias para analizar los actos de comunicación representados en el Quijote.[7]

III. De Las Meninas al Quijote

La evidencia de las imágenes ayudará a comprender mejor el procedimiento lingüístico. La ficción narrativa del Quijote es análoga a la conocida ficción pictórica velazqueña de Las Meninas en la medida en que la percepción del asunto representado es el elemento determinante y organizador en ambas composiciones.

Aunque la literatura interpretativa de Las Meninas es abundante y controvertida, es de todos aceptado que la pintura representa una escena palaciega tal como la ve no quien la pinta sino quien la observa. Velázquez sustituyó en ella su propio punto de vista por el de su espectador y en vez de pintar lo que tenía ante sí pintó la escena de la que formaba parte, el taller en el que se encontraba trabajando–sin recurrir a espejo alguno, no se olvide. Pintó pues lo que imaginaba que tenían ante sí quienes le observaban trabajar en la pintura de un lienzo, del que solo se ve el envés, en el que retrataba a los Reyes, cuyo haz con la imagen de estos es parcialmente reflejado en el pequeño espejo colgado detrás del pintor. En buena cuenta, Velázquez pintó la mirada de esos espectadores reales o, mejor dicho, el contenido de sus miradas, que se convierte así en el fulcro organizativo de la composición. Consecuentemente, el cuadro obliga a cualquier otro espectador a adoptar el punto de vista definidor de la pintura, el de los Reyes.

La analogía entre la novela y la pintura se debe a que tanto en uno como en otro caso lo representado es la realidad observada por un receptor y no la realidad observada por el autor. Lo mismo en Las Meninas que en el Quijote el punto de vista del emisor original, pintor o novelista, es sustituido por el de un receptor intermedio, espectador o lector, cuya perspectiva es la ofrecida al receptor final, de nuevo, espectador o lector. En el caso de la pintura, Velázquez pinta lo que ven los Reyes, y, por tanto, lo que ve cualquier otro espectador del cuadro. En el caso de la novela, Cervantes (d)escribe lo que lee el segundo autor, y, por tanto, cualquier otro lector de la novela. La representación de la realidad subjetiva de quien observa el taller de Velázquez, los Reyes, es análoga a la realidad subjetiva de quien lee la Historia de Cide Hamete Benengeli, el segundo autor.

IV. La inversión comunicativa

Evidentemente toda representación está determinada por la visión de quien la hace y en este sentido toda descripción de la realidad es subjetiva. Mas cuando esta inherente subjetivización universal no llama la atención sobre sí misma y se mantiene implícita en la expresión, no suele tenerse en cuenta. Caso distinto es aquel en el que la expresión destaca o hace insoslayable su naturaleza de contestación a otra expresión anterior, es decir, cuando la expresión incorpora visiblemente la recepción de una emisión ajena anterior y la re-emisión de esta recepción. Una vez advertido que la recepción de una emisión anterior es el objeto de la emisión final, estamos ante una expresión escrilectora en la que el doblete intermedio de emisión-recepción da lugar a la tríada final emisión-recepción-emisión. Lo cual ocurre, dicho en términos menos abstractos, cuando el hablante o descriptor no se expresa independientemente de cualquier estímulo exterior, sino como respuesta o bajo la influencia de una expresión o realidad ajena anterior, es decir, cuando la expresión incorpora el punto de vista propio al ajeno.

La escrilectura es quizás el más claro protocolo funcional de esa operación que sustituye a la emisión original por la emisión secundaria de su recepción, tal como ocurre en la edición, pero sus manifestaciones no se limitan a esta circunstancia editora. Se da igualmente en todos aquellos casos en los que el objeto de una expresión es la interpretación de otra expresión anterior y no esta misma. Cuando se comunica el sentido de una expresión tal como lo entiende su receptor en vez de limitarlo a su intensión original por el emisor se está expresando no lo que se quiso decir sino lo que se consiguió dar a entender. Significa pues abordar la expresión por el extremo opuesto al habitual, el de sus efectos en el receptor y no el de su propósito emisor: una inversión comunicativa basada en la interposición de ese jánico intermediario receptor-emisor entre el origen y el final de la expresión.

Esta inversión comunicativa es aplicable en multitud de ámbitos expresivos: el de cualquier representación de una aprehensión particular y concreta de la realidad; el del habla en tanto que contestación dialógica en vez de como afirmación monológica; el de los actos y las conductas como respuestas a estímulos externos y no como manifestaciones de voluntad autónoma. Todos estos tipos de expresión, extensiones o aplicaciones del procedimiento escrilector del segundo autor, se manifiestan en el Quijote con una frecuencia y una claridad que permiten considerar a la escrilectura como la plantilla semántica de la novela. Gran número de los episodios novelescos del Quijote, en efecto, se atienen a este tipo de representación y adoptan, por tanto, un modo discursivo análogo al de la escrilectura narrativa.

V. La traducción de la Historia de Cide Hamete

Al hablar de la recepción textual del segundo autor como fundamento narratológico del Quijote no es posible olvidar lo íntimamente que está relacionada con ella la traducción del morisco toledano. En términos generales, su labor es análoga a la de aquel en el sentido de que también él textualiza, castellanizándola, su lectura del texto árabe de Cide Hamete; otra escrilectura más, pues, que repite, y ausenta, un texto previo y ajeno modificándolo.

Pero el traslado del morisco aljamiado tiene además particularidades que perfilan aun más nítidamente, si cabe, el procedimiento escrilector, particularidades que no se darían en otro texto o con otro traductor. En primer lugar, porque su traducción es infiel, es decir, evidentemente personalizante: aunque el segundo autor le ruega que «volviese todos aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada»,[8] sabemos que el morisco se permite libertades que exceden los límites del encargo. Su voluntad y su interpretación de la materia que traduce modifican idiosincráticamente el original traducido. Primer rasgo de la escrilectura como procedimiento subjetivizante. En segundo lugar, porque el traductor morisco es el primero, antes que el segundo autor, en familiarizar a-la-castellana el exotismo del manuscrito arábigo, así como en legalizar su ilegalidad idiomática. Segundo rasgo típico, pues, de la escrilectura como adaptación a las circunstancias lectoras, no a las escritoras. En tercer lugar y llamativamente, porque la labor del morisco es emblemática de la antedicha inversión comunicativa (ese comenzar por el cabo, la percepción o recepción, como renovado origen del principio, la re-emisión) de la escrilectura que informa toda la novela. Inversión es, en efecto, la que lleva a cabo el traductor al convertir el derecha-a-izquierda del texto árabe en un izquierda-a-derecha castellano. Inversión solamente espacial y gráfica, sin duda, pero gráficamente paradigmática del cambio de dirección conceptual que supone crear un texto a partir de la recepción de otro texto ausente, en vez de hacerlo a partir de la emisión primigenia.

Este revés inaugural del traductor morisco, anterior al ejecutado luego narrativamente por el segundo autor, prefigura el enfoque general del Quijote, tan contrario al narrativamente habitual: focalización desde el punto de vista de los receptores, los lectores o los destinatarios reales y no desde el punto de vista de emisor, escritor o creador ideal alguno.

VI. La escrilectura quijotesca

En la medida en que su realidad está siempre condicionada por la lectura, es el protagonista quien manifiesta más evidentemente el procedimiento. No me refiero solo a su lectura libresca en el pasado, sino a su continuo leer después de abandonados los libros, a su actual lectura sin libros. En efecto, desaparecidos sus libros favoritos, la conducta demencial de Alonso Quijano sigue siendo sustancialmente la de actos de lectura: reacción lectora al universo literario en el que ha trastrocado su realidad circundante. Más que héroe-de-acción el don Quijote en el que se convierte Alonso Quijano es un héroe-de-reacción: reacción lectora en el pasado como afanoso lector de libros de caballerías, y reacción actual, acabada la lectura de libros reales, al vivir su realidad como si continuara leyéndola.

Alonso Quijano no imita a los caballeros descritos en sus antiguas lecturas, entre otras razones porque la conducta de estos que describen los libros de caballerías se limita a unos pocos hechos y situaciones caballerescamente pertinentes. El resto de su vida carece de interés y no se describe. Recuérdese lo extraordinario que resulta para el cura la historia de Tirant lo Blanc en la que, dice, “comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros de este género carecen”. La locura de Alonso Quijano, o sea, su conducta quijotesca, no puede seguir las pautas de sus héroes literarios más que en la medida en que los sigue leyendo en su propio entorno como antes los leía en el de aquellos. Su conducta es demencial porque, ya sin escritura que leer, persiste en su antigua postura lectora.

Permítaseme insistir brevemente. Al salir de su casa, expuesto a situaciones impensadas y casuales que nada tienen que ver con las descritas en sus libros de caballerías, Alonso Quijano no las afronta imitando a aquellas porque no existe posible correspondencia entre ellas. Se enfrenta a sus actuales circunstancias viviéndolas lo mismo que en su día vivió las aventuras librescas, sub specie lectionis. La conducta que el enloquecido Alonso Quijano imita es su anterior vivencia lectora. Por lo visto, aquella mirífica experiencia lectora con la que tanto disfrutaba en el pasado ha creado en él una adicción que, una vez desaparecidos los libros, sólo puede satisfacer mediante una lectura-sin-libros–de–caballerías, una pseudo-lectura de “caballerías”. Para poder seguir disfrutando su anhelada vivencia lectora es necesario que desaparezca la diferencia entre su vida lectora y su vida sin libros de modo que el mundo libresco del pasado invada todo el mundo que actualmente le rodea. Enloquecido por su adicción, el quijotizado Alonso Quijano ya no concibe más vida deseable que la encantadora y encantada vida lectora en la que viciosamente se regodeaba en el pasado.

Su pública conducta quijotesca viene a ser así escritura de su ininterrumpida lectura actual de la realidad circundante. Los hechos y los dichos de su vida en tanto que don Quijote no son sino transcripción de su alocada lectura de ese nuevo y ausente pseudo-libro de caballerías en que ha convertido su realidad circundante. Constituyen, en buena cuenta, una escrilectura existencial.[9]

Este carácter escrilector de su conducta ni siquiera desaparece cuando el caballero carece de realidad pseudo libresca alguna a la que responder, es decir, que leer. En efecto, cuando se ve obligado a suplir la falta de estímulo exterior legible y se ve obligado a inventárselo, seguirá haciéndolo escrilectoramente. No es tan enrevesado como parece. Dos muestras solamente, pero excepcionales por su conocido valor paradigmático de ambas Partes de la novela: la penitencia de Sierra Morena en la Primera y la visión en la Cueva de Montesinos en la Segunda.

En lo más apartado de Sierra Morena don Quijote se encuentra, como quien dice, en un desierto de estímulos externos a los que enfrentarse lectoramente, una especie de tabula rasa comunicativa. Para seguir manteniendo su postura escrilectora ante este vacío, el caballero se inventa un motivo y una causa para hacer penitencia, y ha de inventarlos de toutes pièces.[10] Pues bien, su invención sigue pautas de lectura literaria tanto en sus razones y en sus propósitos como en su ejecución: adopta básicamente la conocida postura literaria de “suspender voluntariamente la incredulidad” respecto de la ausencia de motivo alguno para la penitencia. Y así crea uno por arte de birlibirloque, porque, como le explica a Sancho «Ahí está el punto y esa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias. El toque está en desatinar sin ocasión».[11]

En la Cueva de Montesinos el hidalgo describe a sus interlocutores punto por punto una experiencia no ya afín sino precisamente lectora. Les ofrece su escrilectura de una visión, más que onírica simplemente ficticia, en todo acorde con criterios literarios, que le lleva imaginariamente desde la entrada en otro mundo, un mundo libresco, desde luego, hasta unos encuentros, parlamentos y sucesos igualmente dignos de un relato caballeresco cualquiera: Alonso Quijano describe lo que lee en la cueva de su imaginación literaria.[12]

VII. Un mundo de escrilecturas

No sólo el traductor, el narrador y el protagonista manifiestan, cada uno a su manera, la antedicha duplicación expresiva interna. El resto de la novela lo practica también al entrelazar una miríada de realidades subjetivas (perspectivistas, si se quiere) según las interpretaciones y percepciones de los distintos personajes. En el Quijote lo decisivo no suele ser qué hicieron los personajes sino cómo entendieron, contestaron o reaccionaron subjetiva y personalmente a sus circunstancias o a la conducta ajena.

Ejemplos destacados de ello tenemos, por mencionar solo unos pocos, en la intensa peripecia amorosa de Marcela, Grisóstomo y sus amigos, todos ellos intérpretes (receptores, pues, aunque enfrentados) de un mismo fenómeno sentimental o espiritual de desastradas consecuencias materiales: el amor que merece, y al que algunos creen que, recíprocamente, la obliga, la belleza de Marcela. A este motor es al que obedecen y remiten como efecto y consecuencia todos los acontecimientos del episodio.

O en el enfrentamiento amoroso, y, por ende, la contestación recíproca, de Cardenio, Dorotea, Luscinda y Don Fernando, cuyas historias tienen en común la proliferación de un único malentendido recíproco; y cuya solución es producto de la corrección de sus interpretaciones de la conducta y los sentimientos ajenos. No son los deseos amorosos activos de ninguno de ellos, en efecto, los que determinan el avance de la acción sino sus reacciones a la disrupción creada por Don Fernando. Todas ellas son consecuencia y respuesta de los enamorados a la injerencia del aristócrata, alguien que, a su vez, más que agente voluntario de sus deseos es también víctima de sus instintos.

O en la novela interpolada de El curioso impertinente, cuyos personajes se encuentran esclavizados por su decisión de ordenar su vida amorosa como respuesta a la conducta amorosa ajena. Su enfermiza curiosidad, ya se sabe, no les lleva a analizar, expresar o alimentar el amor que cada uno siente, sino que se aplica exclusivamente al amor que reciben, o que creen y esperan recibir, de otros.

Por no hablar del retablo de Maese Pedro, a cuyos muñecos inermes sólo anima la credulidad de los espectadores. O de la autoridad y autoría respectivas de Cervantes y de Avellaneda, que tanto uno como otro someten al tribunal de sus lectores. O, más generalmente, el que toda la Segunda Parte de la novela trate de las multifacéticas reacciones de unos y otros a la lectura o al conocimiento de la Primera Parte, o sea, que una Parte sea, en sentido lato, respuesta lectora a la otra.

Ni podemos olvidar tampoco que la recepción del segundo autor del manuscrito de Cide Hamete Benengeli es paradigmática de nuestra propia recepción, lectura e interpretación del Quijote. Lectores como somos de su escrilectura, nos vemos retratados en él.[13] Como él, actualizamos y personalizamos lo que leemos, consciente e inconscientemente, según nuestras circunstancias, nuestras necesidades o nuestros propósitos. Tan es así que se puede decir sin temor a equivocarse que ni nuestro Quijote es igual al de ningún otro, ni siquiera nuestro Quijote de hoy será el mismo que el de ayer o el de mañana. Todo ello sin dejar de ser el Quijote de todos.

VIII. Coda

Lo que el Quijote nos da a leer no es lo que varios historiadores escribieron del caballero sino lo que uno de sus lectores, el segundo autor, entendió de la escritura de estos, sean uno o varios. Consecuencia paradójica de ello es que su autor declarado, Cide Hamete Benengeli, resulte textualmente implícito: implicado, o sea, oculto en el pliegue textual de la lectura de su texto, en la escrilectura del explícito segundo autor. Y adviértase que la novela no propone la autoría del segundo autor como colaborador de igual rango y naturaleza que el escritor al que lee y edita. Su autoría se limita a la de publicar su percepción lectora de la información generada por otro. Autoría derivada que, a primera vista, parecería distinta de la primigenia del autor del texto leído, si no fuera porque, en buena cuenta, todas las autorías resultan ser versiones de textos anteriores, es decir, producto de la recepción de textos anteriores.

Ahora bien, aun cuando todo texto sea producto de la recepción de textos anteriores, no todos lo señalan tan agudamente como lo hace el Quijote. Superlativamente aplicable como es ello al Quijote, se ha dicho a menudo que se trata de un libro de libros o sobre los libros, un ejercicio novelesco metaliterario. Pero no se ha insistido suficientemente, a mi parecer, sobre el ámbito en el que tiene lugar esta reduplicación o reflexión de un libro en otro. Se da por descontado, creo que por impensado, que el nexo operativo entre ellos es la escritura, bajo cualquiera de sus modos intertextuales: parodia, imitación, crítica, etc.; en definitiva, se presupone que el nexo metaliterario es un nexo escritor. Creo, en cambio, que el nexo eficiente, desde luego el nexo que a Cervantes le interesaba, del que trató y al que se aplicó tan deslumbrantemente, es un nexo lector, es la lectura en sus distintos modos y consecuencias. La actualización lectora de un texto, única y última realidad literaria, es metaliteraria en la medida en que implica siempre la reflexión y la reciprocidad de dos textos, el texto virtual de la escritura y el texto que su lectura realiza.

A juzgar por sus escritos creo que este era el nexo que a Cervantes le interesaba, del que trató y al que se aplicó tan deslumbrantemente. Su atención a la literatura en y por los lectores, digamos, a la literatura-en-efecto, en vez de a la literatura en y por los escritores, simple literatura-en-potencia, no solo respondía a la conocida preocupación coetánea por los peligros de ciertas lecturas, sino que iba mucho más allá, en el tiempo, en el espacio e intelectualmente, cuando supeditaba la producción escritora a la producción lectora y centraba integralmente el fenómeno literario en la lectura.

Bibliografía

Cervantes, Miguel de, Don Quijote de la Mancha. Edición de Francisco Rico. Edición revisada y renovada, segunda con esta presentación: mayo de 2015. Madrid, Alfaguara, 2015

Díaz Migoyo, Gonzalo, “El sueño de la lectura en la Cueva de Montesinos”, Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas 21-26 de agosto de 1995, Birmingham, Vol. 2, 1998 (Estudios áureos I, coordinado por Jules Whicker), ISBN 0-7044-1900-9, págs.187-193.

—, “La locura de leer: Don Quijote en Sierra Morena”, Actas del V Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Münster 20-24 de julio de 1999, coordinado por Christoph Strosetzki, 2001, ISBN 84-8489-019-8, págs. 422-428.

Maestro, Jesús G., «El concepto de transducción literaria», Crítica de la Razón Literaria. El Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2004-2015. Edición digital en <https://goo.gl/CrWWpK>

  1. Además del contenido de la caja de plomo (los poemas de los Académicos de Argamasilla y los epitafios de Don Quijote), funcionalmente igual al relato anónimo.
  2. Es mencionado en ese momento en tercera persona, lo cual ha dado pie a un mínimo debate sobre si hay que considerar a este hablante como otro narrador o si el mismo segundo autor se está refiriendo a sí mismo en tercera persona. Sea una u otra la conclusión, no disminuye ni modifica la función editorial del segundo autor. Es igualmente debatible, aunque con bastante menos justificación, la posibilidad de una primera presencia en primera persona del segundo autor en la siguiente oración del capítulo II: «Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día […]». Los argumentos pertinentes no son los mismos en uno y otro caso. Parece evidente, en efecto, que este “yo” corresponde al mismo escritor que no quiere acordarse del nombre del lugar de La Mancha.
  3. Recuérdese que aunque con una distancia de diez años y cientos de páginas, en el final de la Segunda Parte el segundo autor revela que el anónimo autor inaugural del primer capítulo, aquel que decía no acordarse del nombre del lugar de la Mancha donde vivía don Quijote, no era otro que Cide Hamete Benengeli: “Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Edición de Francisco Rico. Edición revisada y renovada, segunda con esta presentación: mayo de 2015. Madrid, Alfaguara, 2015, p. 1104. ¿Cabe achacar esta sorprendente declaración a la inatención cervantina? Aun cuando sean muchas inconsecuencias e incongruencias que estemos acostumbrados y dispuestos a percibir en la novela, no deberíamos endosar al descuido autorial aquellos extremos que, por mucha violencia que hagan a nuestras interpretaciones preferidas, se basan en afirmaciones paladinas.
  4. La cuestión ha sido abundantemente tratada en términos generales por quienes trabajan sobre el registro paródico de la novela. El número y la variedad de puntos de vista de los trabajos sobre este asunto hace no ya imposible, sino impertinente singularizar ninguno de ellos. En todo caso, además, todos ellos se diferencian de la aproximación que aquí se adopta por que atienden a la escritura del texto, a su emisión o producción, en vez de a su lectura, es decir, a su recepción. Entienden que la parodia se da entre dos textos independientes entre sí, de los cuales el texto paródico expresa la intención crítica o cómica del escritor respecto del texto paródicamente aludido. En nuestro caso la relación y la naturaleza de ambos textos son distintas: uno de ellos, el directamente legible y expreso, es el texto producido por la interpretación de otro texto ilegible implícito en él. Este texto interpretativo no expresa la intención del emisor del texto interpretado, sino su comprensión por el receptor que lo interpreta. Dicho de otro modo, mediante la escrilectura el autor escribe lo que uno de sus lectores comprende de un texto implícito inaccesible al lector último.
  5. Los estudios sobre la intertextualidad del Quijote atienden generalmente a su paralelismo con los textos a los que alude. En el caso de la escrilectura, sin embargo, este paralelismo no se da entre textos independientes, sino en un mismo texto en el que internamente existe el doblete constituido por un texto emitido que solamente se conoce gracias al texto de su recepción. El fenómeno comunicativo de la escrilectura no atañe, pues, a dos textos sino a dos instancias de un mismo y único texto, de las cuales solo se da a conocer la última, la receptora, ofrecida com nueva emisión. Si intertextualidad hay en la escrilectura, se trata de una especie muy particular de ella que habría que distinguir de la acostumbrada llamándola intertextualidad interna, digamos intratextualidad.
  6. Entre otros muchos lugares en «El concepto de transducción literaria», Crítica de la Razón Literaria. El Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2004-2015, I, 4.4.3.
  7. Señalar la naturaleza escrilectora del texto del Quijote supone reconocer en él como nuevo nivel narrativo el de la escrilectura. Conviene aclarar que el escrilector es distinto tanto del narratario (figura ideal que no es sino el negativo textual del narrador) como del lector textual (figura igualmente ideal que reproduce fielmente la intención del escritor-en-el-texto). A diferencia de ambos, el escrilector quijotesco, en este caso el segundo autor, es un receptor con entidad propia cuyo rasgo más destacado es ser un lector (ficticiamente) real del (ficticio) historiador árabe, no su lector ideal. (Más adelante se tratará de la traducción del morisco aljamiado, que es lo que en realidad lee el segundo autor, escrilector, pues, en segundo grado). Lector real, digo, porque aunque Cide Hamete haya asignado una posición implícita a su lector–posición que desconocemos, al desconocer el texto del historiador–, no es esta la que adopta el segundo autor, cuya lectura ni se atiene ni tiene por qué atenerse a ella. De hecho, su postura como receptor del manuscrito histórico queda perfilada breve pero nítidamente cuando describe en primera persona las circunstancias de su búsqueda, de su hallazgo y de su utilización del manuscrito, así como sus frecuentes opiniones sobre el historiador, circunstancias todas ajenas y desconocidas de Cide Hamete. La lectura y la consecuente escritura del segundo autor, a diferencia de la escritura de Cide Hamete, es reconociblemente contemporánea y local para los lectores coetáneos de la novela. Todo lo cual no niega la existencia, a su vez, tanto del propio narratario del segundo autor como de su lector implícito o textualizado, al que tampoco hay que confundir con el lector real del Quijote, que puede aceptar la prefiguración autorial del segundo autor o ignorarla, leyendo a su aire y con independencia de ella.
  8. Obra citada, p. 86.
  9. Una vida que al quedar reflejada en la memoria y la fama locales, o en los escritos de sus diversos biógrafos, da pie a documentos y monumentos históricos que otros escritores descifrarán, entre ellos Cide Hamete Benengeli (quien, en la parte anónima de su relato, efectivamente confiesa haberlos rebuscado y acopiado, aunque su editor, el segundo autor, elimine luego los detalles que de esta tarea historiográfica preparatoria probablemente ofrecía el historiador arábigo en el relato autorizado con su nombre). Los biógrafos del caballero, lectores también antes de emprender su propia escritura historiográfica, satisfacen así el deseo expreso, y la predicción, de este de que su vida perdure no tanto en, o mediante, el registro testifical directo e inmediato de sus hechos como en, o mediante, la lectura e interpretación de una variedad de relaciones escritas y orales previas a la escrilectura historiográfica.
  10. Téngase en cuenta, además, que el concepto mismo de penitencia es ya, evidentemente, de carácter reactivo: se hace penitencia por o a causa de ciertos actos o circunstancias que así lo exigen.
  11. Gonzalo Díaz Migoyo, “La locura de leer. Don Quijote en Sierra Morena”, Actas del V Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Münster 20-24 de julio de 1999, coordinado por Christoph Strosetzki, 2001, ISBN 84-8489-019-8, págs. 422-428.
  12. Gonzalo Díaz Migoyo, “El sueño de la lectura en la Cueva de Montesinos”, Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas 21-26 de agosto de 1995, Birmingham, Vol. 2, 1998 (Estudios áureos I, coordinado por Jules Whicker), ISBN 0-7044-1900-9, págs.187-193.
  13. Y, de hecho, si decidiéramos transmitir nuestra lectura a otros plasmándola por escrito, nos convertiríamos en escrilectores o segundos autores adicionales de su escrilectura, modificándola idiosincráticamente–precisamente como yo vengo haciendo en esta re-presentación de ella. La exterioridad de nuestra retransmisión respecto del texto interpretado nos haría encajar de lleno, ahora sí, en la más amplia categoría de transductores.

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